No he tenido jamás noticia de ningún bando bélico, sea del signo que sea, cuyo alto mando no integrara a personajes cuyas acciones despiadadas contra poblaciones civiles o contra prisioneros enemigos obligara a catalogarlos como criminales de guerra.
Todos ellos han sido siempre tratados en función del desenlace del conflicto.
Un ejemplo: la oleada de bombardeos que las fuerzas aéreas anglo-norteamericanas lanzaron contra la población civil de Dresde en febrero de 1945 causó unas 35.000 víctimas mortales, según los propios atacantes. La jefatura aliada trató de justificarse alegando que Dresde era un punto industrial clave, pero lo cierto es que sus bombas apenas afectaron al aeropuerto y las zonas industriales del norte de la ciudad. Se cebaron en los barrios más densamente poblados.
Al ex presidente de la República Serbia de Bosnia, Radovan Karadzic, se le acusa de la matanza de 7.000 personas en Srebrenica, a las que hay que añadir las víctimas del asedio de Sarajevo, que causó la muerte a 10.000 de sus habitantes.
Los carniceros de Dresde nunca fueron procesados: los vencedores tienen bula. Karadzic será juzgado y condenado como criminal de guerra: los perdedores están para eso.
Karadzic es una mala bestia, no me cabe ninguna duda, pero ¿qué no decir, por ejemplo, del ex secretario de Estado norteamericano Henry A. Kissinger? Resumamos su trayectoria: está documentada su participación en los sangrientos golpes de estado militares de Chile, Uruguay y Argentina; se sabe que fue inspirador y consejero en las operaciones de “desaparición” de miles de militantes de izquierda del Cono Sur; se conoce su implicación personal en los bombardeos secretos de Laos y Camboya, que facilitaron el acceso de los jemeres rojos al poder (dos millones de muertos); fue claro su respaldo a la dictadura indonesia de Suharto cuando ésta masacraba timorenses...
A esa escoria humana, arquetipo del criminal de guerra de cuello blanco, le concedieron el Nobel de la Paz. Jamás se lo han retirado.
Por Javier Ortiz,
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