Todo eso queda claro en el veredicto de la comisión de investigación, tanto por lo que dice como, sobre todo, por lo que no dice. La guerra fue “una oportunidad perdida”. La ofensiva con tropas del Ejército, desencadenada 60 horas antes del fin de las hostilidades –cuando en la ONU se avanzaba hacia la declaración de un alto el fuego–, era “esencial”. No fue un error estratégico, según el informe, porque concedió al Gobierno la “flexibilidad política necesaria” para continuar las negociaciones. Esa “flexibilidad” le costó a Israel una cuarta parte de sus bajas totales.
El país fue a la guerra sin haber discutido antes las alternativas y sin contar con planes definidos. La comisión, en definitiva, condena el desastre que hizo, utilizando sus propias palabras, que “una organización paramilitar pudiera hacer frente durante semanas al Ejército más poderoso de Oriente Medio”.
Lo que no hizo la comisión Winograd fue cuestionar la misma decisión de responder a la captura de dos soldados por Hizbolá con un asalto a gran escala sobre Líbano. No se atreve a decir que la invasión no estuviera justificada. Hasta valora con sumo cuidado el uso indiscriminado de bombas de racimo, por las que sigue muriendo gente en el sur de Líbano. Aunque admite que su uso no es conforme al derecho internacional, tan sólo recomienda que se reconsidere en el futuro si deben continuar utilizándose en una guerra.
La ausencia más flagrante es la falta de interés en valorar el daño causado a Líbano y a su población. La sistemática destrucción de su infraestructura civil, incluso en zonas sin presencia de Hizbolá, no parece haber alarmado a la comisión. Los 1.200 libaneses muertos, la mayoría de ellos civiles, quizá aparezcan en alguna anotación a pie de página, pero no muchos la han detectado. Por eso, el primer ministro libanés ha dicho que el informe “no menciona las matanzas de civiles (…) ni la inmensa destrucción de la infraestructura, la mayor parte de la cual eran hospitales, colegios, centros religiosos, puentes y viviendas”, ha dicho Fuad Siniora.
¿Por qué no se habla de esto? “No creemos apropiado tratar de asuntos que son parte de la guerra de propaganda contra el Estado”, reza el informe.
Hay algo intrínsecamente inmoral en enjuiciar una acción militar sin reparar en sus consecuencias sobre la población civil. Es lógico que los miembros de la comisión presten más atención a la suerte de los civiles israelíes que sufrían el ataque de los cohetes Katyusha que a los habitantes de un país extranjero. Pero negarse a cuestionar los efectos de una campaña indiscriminada de bombardeos aéreos revela que los distinguidos integrantes de la comisión presidida por Eliyahud Winograd, juez retirado del Tribunal Supremo, consideran que esas bajas civiles supusieron un coste asumible o inevitable, un punto de vista no muy diferente al de los dirigentes de Hizbolá que justifican sus ataques sobre las poblaciones del Norte de Israel.
¿Era imprescindible ir a la guerra? El Gobierno de Ehud Olmert engañó a los israelíes haciéndoles creer que utilizaría a decenas de miles de tropas para encontrar a dos soldados a los que no podía localizar. Su auténtico objetivo era acabar con Hizbolá como fuera. La misma razón que dieron Begin y Sharon en la invasión de Líbano de 1982. Entonces destruyeron medio país para expulsar a la OLP y eliminarla hasta el fin de los tiempos. También vendieron a su opinión pública que la victoria estaba garantizada y que Israel no albergaba deseos de ocupar territorio libanés. El último soldado israelí no abandonó Líbano hasta 18 años más tarde.
La triste realidad es que el problema no se reduce a la actitud de los gobernantes ni de su mando militar. La militarización de la política israelí cambia de protagonistas y de escenario, pero no desaparece. Como ha explicado el periodista israelí Amnon Levy, la guerra fue una “operación suicida colectiva”, dirigida por el Gobierno, apoyada por los medios de comunicación y alentada por la mayoría de la opinión pública: “Todo el país se vio arrastrado a una fantasía absurda y pidió sangre. Y cuando la gente quiere sangre, el Gobierno se la concede”.
Y para dejar constancia de que no somos anti-semitas sino anti-sionistas - al igual que no somos anti-alemanes sino anti-nazis-, pondremos algo de su música (la Klezmer), interpretada por uno de los grupos que consigue ponerme la piel de gallina; Kroke, que significa Cracovia en yiddish.
Kroke, magia en estado puro, tres músicos que me brindaron uno de los mejores conciertos a los que yo he asistido en mi vida. Fue en el Pirineos Sur de hace un par de años, sobre el incomparable escenario del valle de Lanuza, una delicatesen que sigo saboreando a día de hoy, y que no me resisto a dejar de compartir con vosotros; que lo disfruteis!!!
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